La seguridad desvanecida.
Se alojaba en la fortaleza de sus convicciones. En cada pilar se asentaba cada una de ellas, firmes e inamovibles. Sostenían gruesos muros de ideales, que reforzaban la estructura. Como base una rigurosa forma de actuar, intentando que no escapara a su control ningún detalle relevante. En la fortaleza reinaba la soledad del orden. Sólo se dejaba escuchar el silencio. La entrada se confundía con la salida. La seguridad era armonía por todas partes. Un día decidió salir y al poner un solo pie fuera, la fortaleza se derrumbó. Losa a losa, caía cada uno de sus pensamientos. La seguridad se fragmentó en incertidumbres. No había entradas ni salidas. El ruido no le dejaba escuchar el silencio al que estaba acostumbrado. Se instauró el reinado del caos. El control se desvanecía, los ideales se disipaban, las convicciones eran confusas. Se sentía completamente vulnerable pero cambiaba de parecer con rapidez. Ya no sabía en qué creer, no sabía siquiera si tenía que creer en algo. Las dudas le paralizaban, no tenía miedo, pero sí desesperación por haber recalado en aquella dimensión. De repente, metió la mano en el bolsillo del pantalón. Sacó “su” símbolo y todo volvió a ser como antes. Seguridad, equilibrio, estabilidad, términos familiares y permanentes para él desde entonces. Sin más fortalezas, sin más escondites, sólo con “su” símbolo.
El autobús que no llega.
En la parada del autobús esperaba un anciano. Descansando los huesos en el bastón y guardando su pelo canoso bajo un sombrero. Miraba insistente el reloj, con impaciencia. A veces, se sentaba en los bancos de la improvisada marquesina. Otras, daba vueltas alrededor de la parada. Uno tras otro pasaban los autobuses, pero no llegaba. Le asaltó el crepúsculo en el que la gente iba y venía, algunas se quedaban a esperar su transporte y otras se marchaban al llegar a su destino. Después llegó la noche con sus madrugadas de completa soledad y en ésta llegó por fin la razón de su espera. El autobús abrió sus puertas. No había conductor. No se cobraba billete. Durante el viaje pudo disfrutar de las risas de toda una vida. Llorar con los errores y los fracasos del pasado. Extrañar los momentos de felicidad. Ver a las personas que más había querido. Resignarse y pedir perdón. Mejor tarde que nunca. No habría viaje de vuelta.
Historias andantes.
Andando por las calles te encuentras con multitud de rostros que ocultan una historia. En un principio te puedes perder en un mar de miradas. La mayoría perdidas en sus pensamientos, pero hay múltiples efectos en el cruce. Desde indiferencia brutal, una posible curiosidad, muecas de desprecio, algo de ingenuidad, una tremenda picaresca, majestuosidad, insulsa superioridad, bondad o malicia y otras tantas infinidades. Estudias las maneras de andar en la consecución de cada paso. Los posibles ademanes, esos movimientos imprevistos y espontáneos. Las sonrisas, los sentimientos encerrados al final de los ojos, el pelo, que si largo que si corto, la complexión, las posibles curvas, el sonido de una voz, un nombre que vuela por el aire, la ropa, los complementos, las extravagancias, el mal gusto, los puntos de vista, la vista de miles de puntos, puntos que se transforman en caras que van pasando sin cesar a tu alrededor, mientras paseas por la calle, sin hacer la más mínima reflexión.
Esquejes y perales.
Recogiendo “esques” del suelo para hacer una fogata y “peros” del árbol para que no quede hambre. Que lo único que hacemos es quejarnos y no mirar a la parte de nuestra culpa. Que nuestra culpa la justificamos con un “es que” o un “pero”, en vez de dar la cara y ser consecuente. No podemos dejarnos influir por la manera de actuar de la gente. Para poder quejarse hay actuar en consecuencia, que no sea por nosotros, que en ese sentido si podamos justificarnos. No caer en los mismos errores, que no puedan achacarnos la misma pauta. No dejar “esques” ni “peros”, que no nos asuste la responsabilidad, que no nos dé miedo equivocarnos, que aprendamos de esos errores, que intentemos no volver a caer en los mismos, que evolucionemos mentalmente, que no nos quedemos atrapados en el jardín de infancia, pero que no asimilemos lo más aburrido de hacerse mayor. Que tengamos una chispa infantil que se contraponga a esa necesidad de ser responsable.
PD: No he dicho nada, pero...
... jajaja.
2030 en accción - Capítulo II
Hace 5 años