El tiempo en el que una frase hilaba otra frase se consumió. La retórica se quedó perdida en el destierro. Los eslabones de la coherencia se separan uno a uno, resquebrajados por el óxido. En esa concatenación se encontraba el sentido de verter una pizca de tinta en el papel. Esa unión representaba la fuerza del pensamiento que se diluye con cada palabra. Llego al punto en el que todo resulta extraño. Cada trazo, cada surco, cada idea, cada impacto. Todo se vuelve confuso y espeso. Aparecen lagunas donde el terreno era ágil. Todo acaba en un quiero y no puedo. Ya no me abro las tripas para sacar lo que había dentro. Ya no vomito las vísceras para reflejar el interior. Quizás porque no quede nada, quizás porque lo que quede en mi interior no valga la pena. Lo único que queda es la trivialidad como respuesta. Que hace que no me esconda o que haya olvidado cómo hacerlo. Que me encadena al sentido literal, dejando mi refugio desprovisto. Lo detesto. Detesto no sellar hasta la última letra con el alma, detesto encontrarme alejado de mis palabras, de no sentir estas líneas. La forja de un compromiso personal me arrastra a seguir intentándolo, a propiciar el reencuentro. Y poder decir sin fundamento alguno que no me gusta lo que escribo.
Cirugía de salón.
Me dan ganas de extirparme el corazón aún latente y comprobar que sigo vivo y que no es algo aparente. Después de un viaje sin propósito de retorno, llego a un punto en este instante en el que si vuelvo soy tonto o un cobarde. Es difícil mirar hacia delante por miedo a lo incierto, ignorarlo es un ultraje y una pérdida de tiempo, lo mejor es afrontarlo y acabar con el sufrimiento. A pesar de que no llegue a tu puerta ese momento, no lo aguardes. Se impaciente y se distante. No regales ni un reojo, ni te hagas un reproche, muestra las manos vacías de un rebelde. Que sin buscar más causa justa que la pérdida del juicio, encuentra en el reflejo cristalino la prueba del propio vicio. La ilusión por una revolución que se erige en los cimientos de la sinrazón que conlleva unos excesos que precisan la exclamación de un continuo perdón. No quiero mirarme en la mentira y la traición de una confianza rotunda, reniego del exilio de mi conciencia. No desespero porque encuentro en el pasado una victoria con la que continuar presentando batalla hasta alzarme con la gloria. Tomarme un respiro, estar sereno. Y poder gritar sincero que mi corazón se queda en las entrañas de quien lo quiera.
Profeta sin tierra.
El pánico consistía en saber que estaba ahí cuando hiciera falta y por esa
razón no contar con su presencia. La irracionalidad de la incondicionalidad
asusta y hace aparente la situación de abuso. En caso de que la culpabilidad no
se encuentre en el yugo, excusado como pretexto, puede que los fines sean
crueles o, quizás, que sean inciertos y debidos a la falta de constancia de la
consecución del hecho. Es irónico que el silencio de no decir nada, sea más
revelador que las palabras. Y entonar las líneas de la canción que dice: “Si te he hecho daño, perdóname. Si al
hablar no te entiendo, perdóname. Si quiero estar sólo, perdóname. Pura sangre
sí, pero de ley”. Lo maravillosamente decadente que es saber que ante la
indiferencia no hay posibilidad de sufrir daño. Que la ausencia de palabras no
preserva del malentendido. Que querer estar solos es la patraña que inventamos
para ser dueños absolutos del daño que recibimos, para encontrar un culpable
sencillo y acusable. Ser pura sangre consiste en encontrar el equilibrio entre
nobleza y bravura para que no te entre el pánico ante la incondicional
irracionalidad de una decadente indiferencia sin ausencia de malentendidos
sobre la que inventamos nuestra culpa.
P.S. Más de lo mismo... Madre mía, ¡pero qué horas son! Que mañana (hoy) hay que currar.