martes, 27 de septiembre de 2011

Pirómano Frenético

Dilema del prisionero I.
Su consciencia se perdía en la oscuridad. Recobró el conocimiento, sintiéndose algo aturdido. Los recuerdos eran confusos y borrosos. No reconocía el lugar pero al darse cuenta de la situación en la que se encontraba, sintió una gran impotencia. Estaba confinado en una celda. Tres paredes sin ventanas y una reja de gruesos barrotes le confinaban en su interior. En frente había otro infeliz que corría su misma suerte. Cuando comprobó que había despertado, se giró y comenzó con la conversación.
- Menos mal, la soledad y el silencio empezaban a ser molestos – dijo aquel extraño compañero.
- ¿Qué hacemos aquí? – preguntó contrariado el protagonista.
- Supongo que esa es la pregunta del millón y como suele ocurrir con ese tipo de preguntas, encontrar una respuesta no es fácil – respondió aquel hombre peculiar.
- Con eso quieres decir que no sabes, deduzco – sentenció.
- Así es, aunque esa respuesta es menos solemne – reprendía con astucia.
- Bien, ¿qué sabes de este lugar? – volvía a preguntar con inquietud en sus palabras.
- Estamos enjaulados, hasta el momento no he visto pasar a nadie y llevas bastante inconsciente, así que dudo que venga alguien. Las paredes y el suelo parecen lo bastante gruesos como para hacer imposible una huida. Estos barrotes son firmes, para cuando empiecen a desgastarse estaremos criando malvas. Pero eso no es lo mejor. Lo más interesante está en los detalles evidentes…
- Me acabo de fijar en las llaves y los números de las celdas - interrumpió sutilmente.
- Exacto, esto parece una especie de juego. Las llaves también tienen números, seguramente cada una abrirá la celda correspondiente a dicho número. ¿Qué llave tienes?, por curiosidad – preguntó interesado su raro interlocutor.
- La número 3. No es la tuya, lo siento – respondió preocupado.
- Mm, sabía que no iba a ser tan fácil – afirmó de forma inquietante.
- ¿Qué quieres decir? – soltó aquel interrogante como un resorte.
- Pues que yo tengo tu llave – contestó ante su atónita expresión.
- Genial, dámela y conseguiré la tuya – dijo rápidamente.
- Ni hablar – sopesó, cayendo la respuesta como una pesada losa.
- ¿Por qué? – preguntó ingenuo.
- ¿Qué garantías tengo de que vuelvas con mi libertad? Esta llave es la única oportunidad que tengo para salir de aquí y no pienso dártela por las buenas. Seguramente esta misma conversación la están teniendo en otras habitaciones. Por lo pronto, prefiero esperar si hay algún otro que se acerque por aquí con otra proposición más ventajosa – explicó con detalle.
- Te prometo que volveré con tu libertad – rogaba esperanzado.
- Puede que seas sincero. Pero verás, seguramente al darte la llave no dependa de ti exclusivamente concederme la libertad. No voy a arriesgarme con tanto intermediario de por medio. Lo más seguro es que una vez que quedes libre y encuentres dificultades, decidas marcharte sin más – exponía con claridad.
- Entiendo tu posición. Pero tus posibilidades de salir son mayores al darme la llave – dijo con nerviosismo.
- Te equivocas, quedándome la llave tengo más opciones. Seguramente en cada habitación uno de los presos tiene la llave del otro y este último a su vez tiene la llave de un preso de otra habitación distinta. Si por casualidad, todos los que tenemos la llave del otro, se la damos, no tendríais ninguna razón que os impidiera marcharos – expresaba el hombre extraño con lucidez.
- De la misma forma podríamos irnos en cuanto quedásemos libres – afirmó.
- Puede, pero es más fácil que la alegría de la libertad se contagie en grupo, que de manera individual. Al quedar sólo uno libre, hay más probabilidad de que sienta compasión por los demás.
- Así que a no ser que pueda convencerte, toca esperar – dijo ansioso.
- Eso me temo, amigo – finalizó el prólogo de un nuevo silencio.

Existes, sin ser.
Volvió a despertar de la misma forma que había sentido tantas otras veces. Pero esta vez, todo era distinto. No sentía la propia percepción de su ser, era volátil y etéreo. Podría parecer algo complicado, pero seguía existiendo sin llegar a ser, o al menos, a ser como antes. Reconocía a personas que eran completamente familiares y de la misma forma, se daba cuenta de que ellas tampoco podían percatarse de su existencia. Pudo comprobar la manera en la que sufrían sin consuelo y en su infinito amor hacia esas personas, lo único que generaba aquellos sucesos en él, era tristeza. Vagaba en pena, corroído por el dolor de sus allegados. Necesitaba poder estar ahí para ofrecer alivio, pero sabía que no sería capaz de ello. El paso del tiempo transcurría sin que pudiera percibirlo y eso mismo hacía cicatrizar las heridas que sus seres queridos habían sufrido. Cierta normalidad volvía a instalarse e incluso algunos momentos de felicidad. Nuestro vagante amigo sufría ahora por no ser partícipe de aquellos destellos de buenos momentos. Permanecía en completa soledad y pegado a la tortura de existir en mundo del que no podía ser partícipe. Era incapaz de perder la cordura en su estado, cosa que sería su única liberación. Rogaba por otra oportunidad, pedía una nueva vida. Pero lamentablemente para él, ya era tarde.

¿Y éste es mi pesimismo?
Siempre he definido la percepción de la muerte como algo vertiginoso. Una sensación de angustia que comparo con el vértigo. Es un momento en el que todo se vuelve insignificante, además de trivial. Todo carece de importancia y se apodera de mí una ansiedad que me hace desear que deje de pensar en eso. Seguramente será por mi concepción de la muerte. Casi siempre estamos imbuidos por la religión en lo que se refiere a esta cuestión. Algunos creen en la reencarnación del cuerpo y del alma. Creen en otra vida mejor, que a mi parecer es sumamente improbable. Me parece una excusa para despreciar los regalos que nos da la vida. Otra opción es la de otra vida en la que nos espera un harén de mujeres vírgenes. Que para los tíos puede estar bien, pero no se contempla nada para las mujeres. También dudo del proxenetismo inmortal, aunque para alguno pueda ser lo máximo a lo que aspirar. Luego está la reencarnación propiamente dicha. Volver a este mundo convertido en otra cosa. Puede que hayas opciones atractivas, pero por cada una de esas, hay muchas aberrantes. Queda también descartada. O una fusión con las fuerzas energéticas del universo y el cosmos. Pues no sé, la verdad es que respeto cualquier tipo de creencias, aunque prefiero una verdad certera antes que mil creencias. Mi visión, como no podría ser de otra manera, es la más pesimista. Para mí después de la muerte no hay nada. Suena mal, de ahí la angustia que me da a veces al pensar en ello (que no es algo constante, pero sí que alguna vez me he parado a pensarlo con frialdad. No como ahora, que es con la superioridad que te da escribir del tema). Lo veo como un gran vacío negro, una oscuridad inmensa. Seguramente así imagino la nada. Supongo que esa ansiedad es lógica, cada vez que me pasa pienso que llegará un momento en el que esas sensaciones desaparezcan. Y de verdad que espero haber vivido lo suficiente como para poder decirlo. Porque creo que ahí está el truco y no quiero decir vivir muchos años, ojo. No es vivir en extensión temporal, es utilizar la propia definición de la palabra vida y aprovecharla al máximo. Hay que exprimir hasta la última gota, hay que tener ganas de vivir.




PD: Cada día que pasa me cuesta más reconocerme... en algunos aspectos, tampoco exageremos.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Alforjas Mojadas.

Ni fueron felices, ni comieron perdices.
La princesa lloraba, triste de incertidumbre. Meditaba ante la ventana, hacer posible lo que sentía desde su interior. Fueron innumerables las cartas, pero el miedo la paralizaba ante una felicidad que por completo la embargaba. En aquel momento de indecisión, una carta de su amado por fin llegó. La abrió impetuosa y deprisa la leyó.

“Dejad de deshojar las margaritas
que florecen por primavera.
No es cierto que como a cualquiera,
os hierve la sangre en las venas.
Y el corazón saliendo de la boca,
parece que vuela.
Dejad de disimular con desdén,
lo que bien sabéis que anheláis.
Sabed que todo mi ser,
yacerá por siempre a vuestra merced.
Así sabré que mis suspiros añoráis.”

Las palabras le confortaron pero no eran suficiente. Necesitaba un compromiso real y así saber que su amor era de verdad. Pasaron los días y su amado impaciente le volvió a escribir contrariado.

“¿Qué más queréis, corazón?
Una prueba irrefutable
de lo que siento por vos.
Pues miradme fijamente a los ojos
y decidme que en ellos,
no hay atisbo de amor.
Si así fuera de miserable,
no quedaría razón posible
para salvar mi petición.”

La muchacha se acercó al retrato de su habitación. Aquel regalo le impactó desde el momento en que lo vio. Su mirada era penetrante, aunque seguía sin ser esa razón apasionante. Ante aquella mudez que teñía su silencio, su amado encontró la respuesta que le dejaba sin aliento. Escribió una última carta, roto de dolor.

“Mi alma se desdibuja
en los lienzos de vuestro amor.
Sin él, el retrato
no tiene color.
Aún así, no dejéis jamás,
que esta decisión
acabe con vuestras ganas de amar.”

La princesa comprobó como el cuadro de su habitación se había transformado en un garabato de negro sobre blanco. “¡Qué espanto!”, exclamó. En aquel momento se dio cuenta de la certeza del amor que le habían profesado. Y la princesa volvió a llorar, al final las dudas le alejaron de su amado.

Palabras concisas.
En muchas ocasiones se tratan temas con prudencia. Puede que sea de manera sincera o una mera forma de guardar las apariencias. Una conversación se mueve entre la hipocresía o una posible conveniencia. A veces intentan tomarnos por tontos al contarnos diversas historias. Se endulzan las palabras e intentan agradar nuestros oídos. Es posible que incluso seamos objeto de diversos halagos. Esto te lleva a tener en cuenta esas posibles intenciones. Elaboras una lista mental de radiografías con las que sabrás de qué manera comportarte. Aprendes a mirar más allá de las palabras, desconfiando de las mismas u otorgando el beneficio de la duda. Todo reside en esa especie de necesidad que hace no poder tratar cualquier problema con naturalidad. Se miente, se oculta y se tergiversa. Una especie de barrera nos separa de unos y otros. Un muro invisible que nos impide mostrarnos cercanos. Que importante sería poder decir lo que queremos en cada momento sin miedo. No algo de lo que haya que interpretar un significado. Una información incompleta o tener que quedarnos callados. Sentirnos cómodos en todo momento y no constantemente observados en nuestros movimientos. Es una conducta que ha conseguido llegar a los ámbitos mayor proximidad. La distancia es insalvable y perenne. Si esta sensación rodea nuestro alrededor en cuestiones más o menos intranscendentes, ¿qué podemos esperar de situaciones que nos afectan comúnmente? Si nos infecta esa pauta en nuestras decisiones y consecuencias, ¿qué queda de lo que no controlamos y tenemos que padecer? De la misma forma sufriremos a esas legiones de mentiras. Llegarán momentos en los que no sabremos distinguir lo que es real de lo ficticio. Mil cuentos inventados en una partida de ajedrez en la que no sólo nos mueven como a peones sino que además nos sacrifican de la misma manera. Es por la existencia del impacto que crearía la posibilidad de empezar a contar la verdad enmascarada. Desentrañar las artimañas de quienes mueven los hilos. Aún así nos encontramos con el grave problema que ejerce el poder. Que con mentiras son capaces de destruir la verdad más sólida. Entonces, ¿en qué podemos creer? Es en este punto, cuando te acuerdas del ermitaño y de lo que hace tiempo te dijo: “amigo mío, no creas en nada”. Por otro lado siempre estará el cura que dirá: "pues en algo hay que creer".




PD: Cuando no sepas qué decir, mejor escríbelo... ¿Qué habré querido decir?

domingo, 4 de septiembre de 2011

El asesino del abecedario.

Estaba siendo uno de sus casos más complicados. Quedaban aún unas semanas para el otoño, pero aquella noche parecía que el verano había firmado la rendición. Una lluvia intensa mojaba las desgastadas calles de la ciudad, iluminada por los cegadores destellos de los incesantes rayos que caían sin piedad. El sonido de los estruendosos truenos predecían un final incierto. No tenía más pistas que los cuerpos sin vida de las víctimas. El primer cadáver fue encontrado en la bodega de carga de un avión a pocos días del principio del verano. Presentaba un surco pronunciado en el cuello, lo que indicaba se produjo una constricción del mismo. Se determinó que la causa de la muerte fue la de asfixia por ahorcamiento. Era uno de los azafatos de la compañía, aún era bastante joven. En un principio, se intentaron buscar posibles conexiones cercanas al sujeto, pero fue imposible. No habían pruebas solidas en contra de cualquier sospechoso habitual. Sin tiempo para seguir centrándose en el caso, aún llegaban más malas noticias. Pocos días después, dieron el aviso de lo que parecía ser otro asesinato. Esta vez, tuvieron que desplazarse a una de las bibliotecas públicas. La entrada estaba llena de policías, algunos precintando la zona y sacando a los ocupantes que aún permanecían en el interior, otros intentaban consolar a los que habían visto la impactante escena. Dentro del edificio, justo detrás del mostrador de recepción, yacía el cadáver de la bibliotecaria. Sufrió una fuerte contusión en la cabeza, así que la causa preliminar fue la de muerte por golpe con objeto contundente, previsiblemente un bate de beisbol. La situación empezaba a ser desconcertante, no encontraban una conexión entre las dos muertes. Consideraron la posibilidad de que fueran hechos aislados, pero pasarían varias semanas hasta que el asesino volviera a atacar. En aquella ocasión, encontraron el cuerpo de un carnicero colgado bocabajo, congelado en una de las cámaras frigoríficas de su negocio. Presentaba una profunda laceración en el cuello que en un principio pasaron por alto. Con cada nueva víctima se alejaban cada vez más de la pista de aquel criminal. La hipótesis de un asesino en serie, se hacía con cada paso más inviable. No existía ningún elemento de unión entre los cuerpos. No se seguía un patrón concreto, los días de los crímenes eran alternos, sin relación sistemática. No coincidía ninguna circunstancia en las muertes y sus causas eran todas diferentes. El modus operandi parecía ser inexistente. La única coincidencia parecía ser la carencia absoluta de pruebas, que pudiesen jugar a su favor. Todos estos acontecimientos desembocaron en aquella lluviosa noche. El asesino se aproximaba a su siguiente víctima. Caminaba apresuradamente por los pasillos de un hospital. Estaba expectante y compulsivamente nervioso ante el desarrollo de los hechos. Por fin llegó a su destino y sin dudarlo, entró en la habitación. Cuando comprobó la situación, empezó a reír a carcajadas mientras aplaudía.
- Magnífico, detective. Sabía que no me decepcionaría – balbuceaba sin poder parar de reír.
- Aquí me tiene – sopesó el detective algo tembloroso.
- Un interrogante, antes de que lleguemos al desenlace. ¿Cómo fue capaz de darse cuenta? - preguntó ilusionado.
- Fue más sencillo de lo que parecía en un principio. Es cierto, que no había coincidencias, por lo tanto no había más que darle la vuelta. Había que fijarse en las contradicciones. La clave estaba en el primer asesinato, en el que la causa aparente era real. Los dos asesinatos posteriores pretendían llamar nuestra atención. Presentó una secuencia lógica para que supiéramos que nos enviaba un mensaje. Los asesinatos parecían seguir un orden alfabético. Primero un azafato, luego una bibliotecaria y por último un carnicero. Y de la misma forma se ratificaban en las causas de la muerte. El primero murió por asfixia, la segunda bateada, el tercero congelado. Hasta ahí todo bien, pero eso no nos llevaba a ninguna parte. El paso siguiente podía seguir siendo impredecible. Ahí entran las contradicciones, rompió el orden alfabético de las muertes para dejar un mensaje. La causa de la muerte que se determinó para la bibliotecaria fue envenenamiento, no traumatismo por bate de beisbol, aunque tengo que concluir que fue algo pintoresco. Y el carnicero murió desangrado, no congelado. La serie alfabética, el veneno, la sangre y por último la elección alterna entre víctimas masculinas y femeninas nos trajeron hasta aquí. A la única doctora que trabaja durante el turno de guardia de este hospital. Antes de que me pregunte cómo adivine el día, el momento y el porqué, le responderé también a eso. Es la tercera semana del cuarto mes desde que empezó a asesinar. Un mes tiene cuatro semanas, pero la tercera es la cuarta semana alfabéticamente. Es martes, cuarto día en orden alfabético. Cuatro, la cuarta letra del alfabeto es la d, de doctora, por ejemplo. Y bueno, no sabíamos cuando aparecería, llevamos aquí desde antes de que el sol saliera – explicó el detective satisfecho.
- Estoy gratamente impresionado, sí señor. Ha llegado el momento de ponerle fin a esto – sentenció el criminal.
- No lo entiende, se acabó. ¿Qué más necesita? – afirmaba tembloroso el detective.
- Quien no lo entiende es usted, señor detective. Le necesitaba a usted, mi segunda d, de detective. Era a usted a quien buscaba, no a la estúpida doctora que tiene ahí sentada, que por desgracia será un daño colateral. Evidentemente el caso acabará con usted. Con quien quería acabar desde el principio. Así que dígame, ¿cómo acabamos? Evidentemente, tiene que ser algo que empiece por d, ¿un disparo? ¿No, quizás prefiera morir decapitado, desollado, devastado, derrotado, despedazado, descuartizado…? – mascullaba el asesino.
- Eso rompería su secuencia de género. Las apariencias no son lo que parecen… - dijo el detective cada vez más nervioso por la situación.
- Es obvio, acabo de decir que el caso morirá con usted, detective – concluyó.
- Las apariencias no son lo que parecen – repitió el detective embargado por el pánico.
La doctora, inmóvil hasta aquel momento, se levantó y apretó los electrodos de un pequeño táser a la espalda de aquel monstruo que cayó al suelo aturdido.
- Tenía que haberle escuchado con más atención – susurraba la doctora.
- Menos mal, detective. Creía que era mi fin.
- Su actuación ha sido fantástica, doctor. No tenía que preocuparse, no iba a dejar que ese maldito demente le hiciese ningún daño. Su colaboración no tiene precio, doctor. Le estoy verdaderamente agradecida. Un papel genial. Necesitaba un poco de su medicina, nunca es tarde para que te recuerden que las apariencias engañan – finalizaba la verdadera detective.
La tensión que inundaba la sala segundos antes se desvaneció por completo. Se encargaría de que aquel ser despreciable permaneciera a la sombra de por vida. Era un buen momento para salir a la calle, mojarse un poco y volver a respirar.
PD: Otra historieta, a esperar a ver qué dice la crítica.