domingo, 5 de julio de 2015

Anticuentos III

Decibelios.
Volvía a recorrer esos bosques al comienzo de la primavera. Pronto necesitaría un lugar donde descansar y comprar provisiones, por lo que no hubo mucho tiempo para admirar el paisaje. Aún en el bosque, en el camino a la ciudad que se empezaba a vislumbrar había una pequeña choza al lado de lo que parecía ser un árbol metálico. En aquella casa vivía una mujer con su esposo. Mientras descansaba sentada, no paraba de mirar el árbol. Le pregunté por aquel extraño espécimen. Me dijo que desde que apareció escuchaba un ruido incesante en el oído derecho. Lo llamaba “el ruido del Universo”, ya que parecía el sonido de una maquinaria estelar, profundamente constante. Nunca había conocido algo igual, de manera que tomé algunas anotaciones del caso en mi diario, junto a tantas otras historias de mis viajes. La mañana siguiente comenzó con un extraño sonido que sacó al pueblo del sueño. Era el sonido de una marea metálica, similar al que se escucha después de zambullirse en el mar. Volví corriendo a la casa y para mi sorpresa todo había desaparecido. No quedaba rastro de la choza ni de la casa. Sólo un ruido que se disipaba.

Desenlace prematuro.
No solía hablar, su mente le parecía tan caótica que prefería evitar la posibilidad de contrariar a alguien. Hasta que un día empezó y ya no pudo parar. Tenía tanto que contar que le faltaba tiempo. Lo suyo acabó por ser un don con el que embelesaba a la mitad de quienes le escuchaban y atraía la atención de la otra mitad. Esa facilidad de palabra terminó por encumbrarle al éxito como orador. La gente hacía cola para escucharle allá por donde iban y algunos fantaseaban con la idea de intercambiar palabras brevemente. Una noche en un bar, se topó con una vertiginosa silueta coronada por una melena larguísima, que durante su discurso permaneció de espaldas dando la cara a la barra, removiendo su elixir. Él se acercó y cuando ella notó que se situaba justo detrás, se giró y le besó. El beso fue duradero, suave, sensual y lo más curioso fue que le dejó sin palabras, acabando esa mudez con su prometedora carrera. La historia acaba aquí. La pareja lo intentó por un tiempo, pero no funcionó. Él se fue a freír pollos a Arkansas, allí era dueño de una pequeña cabaña donde se aislaba de las tendencias de un mundo que no comprendía y ya no podía controlar. Ella alcanzó un puesto de alta dirección en una gran multinacional. Se casó y tuvo hijos, pero nunca encontró las palabras que robó aquella noche.

Desvanecimiento.
Estaba en ese cajón o mejor dicho, siempre había estado en ese cajón. Lo miró de arriba de abajo. Lo revolvió por completo, sacando todo su contenido y al dejarlo vacío, volver a colocarlo todo de nuevo. No aparecía. Era un auténtico desastre. ya que estaba a punto de perder una oportunidad única e irrepetible. Algo que se disolvería en el tiempo para extraviarse en el vacío de la nada. La angustia se acrecentaba y aunque el esfuerzo era titánico, tanto para encontrar lo que buscaba como para conservar la determinación de aquello que quería preservar. Se sentía impotente ante la inmediatez de la derrota y la desolación momentánea que ésta provocaría. Aunque durara sólo un instante era lo suficientemente terrorífico como para seguir buscando. Cuando la inercia se había apoderado del control de sus actos por la desesperación, lo encontró. Lo sostuvo en su mano incrédulo, pensando que no iba a ser capaz de encontrar ese bolígrafo. A fin de cuentas, todo fue en vano, ya que había olvidado lo que pretendía escribir.

Desenlace inicial.
Era el final feliz de un cuento, tomaba una pose pin-up con un maquillaje sutil que le favorecía. Cualquiera caía a sus pies y aunque se daba cuenta, no parecía darle mayor importancia. Siempre le invitaban a tomar algo con el pretexto de conversar, pero al final siempre le preguntaban cómo acabaría todo aquello. Era algo que le producía un enorme agravio y acababa rechazando a cada uno de los acompañantes que se le acercaban. La historia se repetía sin parar y el cansancio dio paso a la obsesión en la que era sólo parte de un todo. Podía oír en su imaginación la enunciación de esa misma pregunta una y mil veces en bucle. Un día caminando por la calle la ansiedad le hacía caminar con torpeza. La calle se movía a su paso y era difícil mantener el equilibrio. De repente, tropezó con un caballero y avergonzada, se disculpó. Lo que no esperaba era la respuesta de aquel hombre cuando al percatarse de su estado, le preguntaba cómo había comenzado todo esto. Al escucharle, un par de lágrimas mojaban su sonrisa.

miércoles, 1 de julio de 2015

Reuniones de Tiburones.

Ordenando el caos.
Vivimos sobre la premisa en la que existen valores correctos. Conductas ejemplares que hay que copiar. Eso permea conformando una moral, basada en los sentimientos. Por tanto, cualquier acto que provoque agravio y la experimentación de sentimientos nocivos pasa a ser repudiable. Bien es cierto que ese mismo acto puede carecer de connotaciones negativas para otra persona. Siendo así, asumimos la subjetividad para catalogar el bien y el mal. Damos posibilidad a que impere una moral que prevalece, unos sentimientos sobre otros en una demente irracionalidad donde no hay dos personas que sienten igual. Aparece el cinismo de la empatía, la hipocresía y la doble moral. Pues bien, esa es nuestra condena. Porque no podemos llegar a la ética. Sin saber pragmáticamente y conceptualmente la representación de bien y mal, no tenemos certeza. Vivimos subyugados a una moral impuesta, que no tiene por qué representar el bien y que nunca sabremos si lo hace. Somos vencedores o vencidos porque no podemos estar seguros de ser buenos o malos. En fin, si tienes tiempo, revisa tu estantería y al ordenarla, quizás, encuentres una respuesta.

El caballero Apo.
No pudo reprimir que una lágrima cayera por su mejilla al volver a leer la historia de aquel noble corcel. El mundo había cambiado mucho menos desde entonces y palabras como el honor y el valor quedaron fuera de contexto. El competitivo individualismo acababa con cualquier posibilidad de avance. Así llega el progreso. Esa era la contradicción de los nuevos tiempos. De repente, la televisión anunciaba una noticia de última hora. La Bolsa de cada país cerraba porque en todas ellas entró un jinete en el mismo momento proclamando el apocalipsis. El mundo se sumió en un completo caos que dio paso a la desglobalización. La gente atendía lo cotidiano, lo más próximo. Las grandes ciudades se disolvían y multitud de personas volvían a la tranquilidad de pequeños pueblos ante las calamidades que acontecerían. Vivían con lo necesario, pero experimentaban una felicidad placentera. Se dejó la ley a un lado, buscando la aceptación del uso de la lógica para llegar al bien común. A fin de cuentas, si se acababa su tiempo por lo menos pretender vivirlo con cierta armonía y decencia. Finalmente, nunca llegó el temido apocalipsis, pero la sombra de su cabalgadura encumbraron un final imprevisto.

El dilema de la botella.
El sueño de la botella fue que la vaciaran y el vidrio sonara hueco. Se difuminaba una carcajada histriónica en el fondo de la habitación. Un discurso se hilaba desenfrenado, sin posibilidad para retomar el control. Se repetían algunas frases, se repetían algunas frases. El paso era torpe y lento, incluso decadente. El ambiente se espesaba y rozaba lo extrasensorial. Se empapaba en sudor y se repetían algunas frases. Podía experimentarse la rotación y traslación terrestre en una situación mareante. Los problemas eran obviados y cada visión se positivaba. La fraternidad se erigía como pieza fundamental y se repetían algunas frases. Todo estaba bien, todo está bien y volvía de nuevo a la botella. Lo que fallaba en todo este planteamiento es que la botella ya estaba vacía antes de empezar el texto.




P.S. Pongámonos en antecedentes. Empecemos el mes.