sábado, 14 de agosto de 2010

Tragaluz.

Con la invasión del amanecer, interrumpía el Sol aquel prolongado letargo del sencillo escritor. En ese momento las persianas alzaban su mirada, descubriendo la ventana que llenaba su cama con la luz de la mañana. Pegado entre sus sábanas y mantas, le ofrecían la luz inmaculada que regalaba el alba. Rechazando aquel preciado regalo, con un brusco ademán de su mano, deslizó las cortinas para volver a encontrarse en su oscuridad legítima. No conocía mejor medicina para las almas de profundas heridas, ya que así ocultaría los estigmas de su condición maligna, donde su procedencia quedaba sumergida en el enigma. Maldiciendo su indigna suerte, que lo empujaba a su ruina, dejando muerte en sus rimas y una incontrolable locura. ¿Qué podrían hacer con aquella mente? ¿Cómo apartarlo de su tortura? No encontraba manera alguna de poner fin a esa delirante retahíla de memeces sin que pareciese estar perdiendo la compostura o dejarse llevar por la ira. Era en el crepúsculo de las amarguras cuando sus lágrimas se derramaban al romper sus crisálidas que desataban las ánimas que lo teñían con negrura. Se perdió la espesura de las láminas de su autoestima que protegían la maquinaria arrogante que le mantenía con vida. Buscaba con tesón la fábrica de rupturas donde sus paradigmas encontrasen de una vez por todas, armonía para su memoria.

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