domingo, 21 de marzo de 2010

Popurrí de antigüedades.

Locura de amor.
La miraba y el resplandor de su rostro me cegó como al mirar directamente al sol. No me importaba porque podía imaginarlo perfectamente. Conseguía delinear cada detalle con trazo fino y delicado. Escuchaba el sonido de sus pasos buscándole sincronizado con el vaivén de sus caderas y oía su risa. Ah, su risa, capaz de elevar mi moral al infinito del universo y devolverme a la realidad para poder seguir disfrutando de su compañía. La olía y su nariz se perdió en una espiral placentera de fragancias paradisíacas. Su perfume quedaba impregnado en su ropa dejando claro su encuentro. Le pidió que la besara y saboreo sus suaves labios del más dulce caramelo. Una descarga eléctrica que recarga la batería de su ya gastada vida. Finalmente extendió sus brazos para abrazarla con fuerza y se desvaneció. ¿Sería una broma? Se giró para encontrarla pero no estaba. Desapareció. Sólo quedaban las acolchadas paredes de su diminuta habitación. Se arrodilló lastimoso rogando poder verla de nuevo. Para no dejarla escapar, para estar eternamente juntos.
El Mostruo.
Tenía un monstruo por dentro. Alojado entre sus entrañas. Al principio no se dio cuenta. Era pequeño e insignificante. Lo alimentaba con su miedo, su tristeza, su odio, su ira y su desprecio. Guardaba estos sentimientos en un compartimiento secreto del corazón pero la criatura fue lo suficientemente hábil como para encontrar la manera de abrirlo con tesón y poder así alimentarse sin cesar. A medida que comía, crecía y lo hacía con grandes púas que por todos lados la herían. No era capaz de parar aquello porque esos sentimientos la invadían. No sabía cómo hacer para frenarlos o expulsarlos y por tanto los seguía guardando y alimentando a lo que tanto daño le producía. Temía que algún día querría salir. El dolor era insoportable y sería lo único que la aliviaría porque de otra forma moriría. Ya no sólo eran las púas sino que la sangre le ardía al verse envenenada. El antídoto posiblemente residía en la felicidad que aunque tardía, podría salvarla. No supo encontrar el antídoto y murió. Te preguntarás por qué sé que todo esto ocurrió. La respuesta es obvia. Porque ese mismo monstruo que tuvo ella, ahora lo tengo yo.
El Samurái, el Monje y yo.
Por el sendero cercado de cerezos en flor caminaba el samurái. Venía de una dura y larga batalla donde el suelo se teñía de rojo. Estaba cansado. La lucha dejó cicatrices en su piel que le recordarían los tiempos de guerra. Cruzaba el camino con paso lento pero tenaz. No sabía dónde acabaría y no le importaba. No se supo si llegó al final del camino pero se sabe con toda certeza que no volvió. ¿Qué encontraría allí?
Por el sendero cercado de cerezos en flor caminaba el monje. Su túnica blanca con capucha lo delataba. Mientras andaba se deleitaba con el paisaje y admiraba lo que la naturaleza le ofrecía. Era símbolo de quietud y parecía mimetizarse con el ambiente siendo totalmente imperturbable. Seguía recto, sin distracción. No se supo más de él.
Por fin me hallo caminando por el sendero cercado de cerezos en flor. La curiosidad me consumía. Tenía que saber qué hizo no retornar al monje y samurái. Supuse que sería algo tan plácido y relajante que debería valer la pena conocerlo. Podría existir la posibilidad de que al final se encontrase aquello a lo que llaman felicidad. Y aquí sigo caminando por el sendero. Llevo un largo rato, a ver si llego.

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